Durante aquellos días caminó junto a él por aquellas calles repletas
de olores vaticanos, le escribió infinidad de cartas en cada esquina y a
veces le daba la sensación de que su escritura era un monólogo
imparable, lo cual le daba más placer aún que el simple hecho de
escribir a alguien. No quería exponerse a aquella realidad propia de
una mujer mundana a la cara del mundo, pero que más daba si lo era, al
fin y al cabo la apariencia era propia de almas enmascaradas nada
atractivas para los ojos de una misma pero sí para los ojos de la
estética heredada de la proporción, que él adoraba. Estaba nerviosa, casi
desfallecida por juntarse en un abrazo -algo que seguro nadie podía
entender - había creado tal vínculo entre lo imaginario y las
palabras de otro con una sensaciòn de felicidad dilatada, que el riesgo
del fracaso quedaba aparcado en el miserable sentido. Así que lo hizo, se arrancó el corazón del pecho y deshizo la escarcha con el calor de
sus pensamientos. Para su desgracia no se puso las gafas ese día para
ver la verdad que se escondía detrás de aquellos ojos soñadores con
sonrisa de niño, pero cual fue su sorpresa al escuchar una voz oracular que llegaba desde el otro espacio que le hizo ver en algun momento diálogos sinsentido llenos de absurdas mentiras
que se cruzaban por aquel torrente de mar de propósitos. Cerró los ojos,
se sentó en aquel banco, miró como la niebla se le incrustaba en los
huesos invadiendo toda su intimidad y se alejó de aquella lucha con
Miguel Angel en las alturas de la Sixtina para seguir flotando, inundándose de belleza entre aquellas calles llenas de sueños y ausencias.
Cris. (Historias de tránsito)
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